Encontré el libro en pedazos en lo que era el atelier de mi mamá. Recordé cuanto me gustaba esa historia, cuanto me identificaba con el personaje. Pepito Rompetodo tenía el problema que lo nombraba, sutil herramienta argumental. El desenlace fue un nuevo bautizo, su apellido cambió a Arreglatodo cuando comprendió el daño de sus acciones. Si embargo, en ese proceso de conversión, el cuento se ponía aburrido. Pepito abandonó los martillazos furibundos a trenes, autos y robots. Ya no practicaba vivisecciones a osos, radios y relojes. La redención llevaba a un final gris, empantanado en lo correcto. A Pepito lo sanaron extirpándole la curiosidad. Quizá por eso al libro le faltan las últimas páginas.
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No puedo evitar sentirme identificado, por el apodo y por la doble acción: destruir de chico, reparar de grande.